Redes

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Cuando era pequeña y pasaba los veranos en Los Nietos me fascinaba ver remendar las redes al salir a pasear por las tardes aún no afectadas por temperaturas extremas como las actuales en las que corría la brisa junto al mar. Incluso algunas mañanas al ir a la compra diaria, en esa red de comercios locales de cercanía, como las tiendas de prensa y revista en papel, los estancos, las mercerías, carnicerías, pescaderías, hueverías. De todo eso que hoy suena casi extraterrestre había locales a pocos pasos de casa, y los recorríamos con los buenos días y la sonrisa repetida tantas veces como personas encontrabas a lo largo de una mañana de recados.

En estas salidas de niña, veía a los pescadores sentados en las puertas de sus casas, a la sombra o en el interior de la cochera abierta. Se sentaban en sillas bajitas, a veces de plástico y lona, y otras de madera y esparto. Algunos incluso se posaban sobe el suelo con parte de la red cubriéndole las piernas. Los hilos tejidos se sujetaban a una relinga superior de flotadores que me gustaba tocar y a una relinga inferior de plomos que hacía posible la captura de peces. El tejido completo teñía de marrón, verde o azul la superficie donde reposaba como si un trozo de mar se hubiese secado en tierra. Ellos remendaban ágiles detectando con vista de águila dónde estaba el roto o el descosido, con una cadencia hipnótica y más para mí que no oía nada de lo que pasaba alrededor. Eso me llevaba a fijarme en que algunos fumaban, otros mascaban, otros hablaban, en que todos tenían el sol y la brisa sobre su faz surcada de profundas arrugas. Y en sus manos, tremendas de fuertes y anchas, encallecidas muchas veces, manos primitivas acostumbradas al trabajo duro, a las herramientas, a las inclemencias. Me impactaban esas manos, me transmitían fuerza.

Y siempre alrededor había vecinos, familia, personas de diferentes edades. Los niños correteábamos imagino que entre un murmullo de voces e incluso gritos, pero sobre todo de risas. Me quedaba absorta mirando su velocidad de remiendo y su concentración a la vez que me preguntaba por qué se había producido el roto. A veces pensaba en un pez, un cangrejo, una roca y aparecía ante mí el fondo submarino del Mar Menor del que acababa de salir hacía poco o al que volvería en unos minutos. Conforme el hilo restituía la red iba tomando su consistencia original y yo hilvanaba una historia.

Redes, si las personas tejiésemos redes entre nosotras otro gallo cantaría. Redes de cooperación para lograr algo que de modo individual es imposible. Redes para pescarnos cuando nos cansemos de nadar, cuando caigamos. Redes fuertes y a la vez, flexibles.

Hace unos días estuve en La Lonja de Pescadores de Lo Pagán para conocer el trabajo desarrollado en forma de documental del proyecto Reset Mar Menor y vi de nuevo, esta vez en la pantalla, las redes y sus dueños faenar en el Mar Menor. Hace algunos años tuve el privilegio, y la tenacidad, de apostar por un trabajo sobre las familias de pescadores de Santiago de la Ribera, un trabajo extraordinario por lo que tuvo de pionero en su enfoque, con imágenes en blanco y negro llenas de historia personal, con belleza. En la Lonja volví a contactar con las familias del mar. Su piel curtida en sol y brisa de sal es inconfundible. Sus historias también, y sus silencios. Sus silencios son tan profundos como un horizonte sin línea de costa, y dicen mucho más que a veces las palabras. Ellos y ellas han sido vigilantes del mar, han visto todos sus cambios desde dentro y son parte de este ecosistema que intentamos proteger de la desidia, la ceguera y el desconocimiento.

La memoria que tenemos se da gracias a una interconexión de la gigantesca red que es el cerebro. Nuestras neuronas la tejen quizá para ser más eficaces, para no tener límites. Si supiésemos trabajar en red formaríamos un tejido indestructible. Y es precisamente la memoria del Mar Menor algo que debemos recuperar, ella es la red que sustenta su supervivencia.